viernes, 16 de marzo de 2018

El Heroísmo Ecuatoriano y La Barbarie Peruana​



Uno de los relatos más crudos de la guerra por parte del soldado voluntario y periodista quiteño Guillermo Noboa durante su participación durante los días de guerra de julio de 1941.


Por Guillermo Noboa

Una ligera calma había en el frente. De vez en cuando sonaban disparos aislados. El combate de la víspera había dejado dolorosas huellas. Cadáveres abandonados todavía aquí y allá entre los matorrales.

Pedazos de uniforme desparramados por todas partes; fusiles rotos clavados en el suelo, jarros aplastados, zapatos inservibles y aún restos humanos que horrorizaban, eran los despojos palpitantes de unas horas de fraticida lucha provocada por el invasor.

Hasta los ceibos, los algarrobos y otros árboles que antes se erguían con todas sus hojas, tenían las ramas desgajadas, los troncos hundidos en astillas por las granadas de la artillería enemiga, y de trecho en trecho se veían huecos como bocas de volcanes dejados por las bombas invasoras.

Y hasta la naturaleza parecía que repudiaba este espectáculo de desolación, porque en el cielo sólo habían nubes negras de tempestad, y el sol permanecía oculto esquivando poner de relieve tanta miseria y tanto dolor traídos por la ambición imperialista de un país que aún proclama la democracia en la América.

Pero echemos una mirada a nuestro frente. Los soldados estaban otra vez en sus puestos con el ojo avizor y con el fusil listo. De mano en mano se pasaban un poco de pan duro, unas rebanadas de queso guardado y pedazos de raspadura. Era poco el alimento para veinticuatro horas de constante atención guerrera, más esto no desalentaba en nada su moral. Luego vendría el relevo, y en la retaguardia había comida caliente y confortadora.

- ¿No ha caído ninguno de ustedes? - dijo paternalmente el Sargento Dávila dirigiéndose a los voluntarios.
- Todos estamos completos mi Sargento, - contestó Tapia saboreando un pedazo de pan.
- ¿ Y no se asustaron de la chamusca?
- Al principio un poco - contestó Valencia.
- Asimismo se empieza, - repuso el Sargento con una calma admirable. Después verán que eso de dar bala o que le den no es nada. Lástima que siempre tenemos que pelear por lo menos uno contra diez, porque esos "huayruros" (peruanos) no son capaces de enfrentarse de hombre a hombre y con armas iguales.
- ¡Tienen miedo, guambritos! ¡Tienen miedo! - añadió el veterano haciendo una mueca de desprecio.
- ¿Y vió mi Sargento los que se arrojaron adelante?
- ¡Ah! Sí. Son los japoneses. Esos están desde que les empujamos en las primeras chamuscas; pero ni a ellos les tememos de hombre a hombre. ¿Por qué razón? ¿Lo que hay es las armas que tienen, y de resto? Phs!.
- Bueno guambras. Ahora hay que estar alerta, porque veo que están preparándose para volver al ataque. Portaránse bien, para cuando vuelvan digan a sus familias: ¡Así combatimos!
- ¿Pero volveremos mi Sargento?- preguntaron los muchachos.
- ¡Pero claro! ¡Ya verán! - respondió el veterano.



Mapa peruano sobre la ofensiva a la provincia de El Oro en 1941

Todo ese día no hubo ningún cambio en las líneas de los combatientes pero en el campo peruano, se divisaba que los refuerzos llegaban continuamente. Sus trincheras estaban tupidas de gente. Tejían incesantemente alambres de púa, situaban morteros por todas partes, y aún en algunos puestos se veía claramente que colocaban cañones pesados. Sus preparativos bélicos eran corno para atacar a un enemigo diez veces superior.

No así en el frente ecuatoriano. Sus soldados destacados allí, únicamente corno una muestra de soberanía, apenas contaban con fusiles y unos pocos tiros por cada hombre. Nunca creyeron que tan cobardemente fuesen atacados, y sólo se mantenían firmes en sus posiciones por ese valor inagotable del ecuatoriano y por su acendrado amor a la Patria.

La tarde parecía más larga, pero pasó sin novedad aparentemente. Al entrar la noche se oyó un cañonazo; después algunos disparos de fusil y nada más; pero cuando el nuevo día empezaba, las dos de la mañana más o menos, los reflectores peruanos enfocaron la línea del pequeño destacamento ecuatoriano. Luego, como a una señal convenida, sonaron intermitentes ráfagas de metralla y fusilería, tronaron los cañones y un infierno bélico se destapó en el lado enemigo.

Los ecuatorianos contestaron los fuegos lentamente y cuando tenían seguridad de hacer blanco. La lucha siguió recia y sin descanso hasta cuando clareó el día. Los aviones invasores entonces aparecieron velozmente y se situaron en posición de arrojar su carga mortífera.

Era un combate de una desigualdad absoluta. Miles de peruanos llenaban inmediatamente las bajas que sufrían, en tanto la escasa compañía de ecuatorianos que no llegaba ni a trescientos, no cedía un paso; ¿pero qué podía hacer a la larga ante fuerzas tan inmensamente superiores?

Con todo, nadie protestaba. Cada soldado ecuatoriano era un león, un héroe resucito a dejar su cadáver en su querida frontera. Tropas formadas por hombres de rostro amarillo y con los ojos rasgados (japoneses), fueron las primeras en saltar de las trincheras peruanas, para avanzar en masa. El fuego ecuatoriano les infligía numerosas bajas, pero no conseguía detenerles. Seguían siempre avanzando.

El Teniente Vaca tomó entonces una resolución suicida, pero demostrativa de un valor incomparable. Salió de su sitio con un puñado de hombres y se enfrentó furiosamente con los usurpadores. Lucharon con Sin igual denuedo con bayonetas y machetes.

Mataron infinidad de invasores, y al fin, uno a uno fueron cayendo, y hasta él mismo desapareció entre un grupo de ‘huayruros’ que lo arrebataron a sus líneas a culata limpia.
De ese puñado de héroes ecuatorianos quedaban sólo unos pocos heridos, que fueron rematados cobardemente, villanamente punzándoles las bayonetas en los ojos, o ensartando en sus armas los intestinos después de abrirles el vientre.

Esta era la más salvaje muestra de su ilimitada cobardía; era la más patética prueba de que no eran soldados de verdad, sino hordas de bandidos que jamás se hubieran atrevido a atacar a un contendor igual.

Mientras tanto en su flanco, el Sargento Dávila con los suyos disparaba sin tregua. El enemigo se venía encima como una avalancha incontenible. Los aviones seguían bombardeando a los últimos ecuatorianos. Jaramillo, Valencia, Tapia y otros se encontraban entre éstos, sin moverse de sus puestos. Pero de repente, dejaron de disparar.

- ¿Qué pasó ,muchachos? - preguntóles el Sargento enérgico.
- ¡Se acabaron los cartuchos mi Sargento! - contestó algo apenado Valencia.
- ¿Se acabaron? ¡Maldición! - refunfuñó el veterano. ¡Entónces, rápido guambras! ;Agáchense y corran al monte! ¡Es inútil que mueran aquí! ¡Corran ya ca...maradas! - continuó sin dejar de disparar.
- ¿Pero Ud. mi Sargento? - dijo uno de ellos en tono persuasivo.
- ¡Maldita sea! ¡Váyanse les digo! - ordenó el Sargento casi irritado. ¡Ya es inútil! ¡Yo me quedo aquí porque así debo terminar! ¡Todavía tengo algunos cartuchos y lárguense o les mato yo mismo!

Los muchachos y algunos voluntarios que sobraban, comprendieron el corazón noble del veterano. Agarraron duro sus fusiles, y casi arrastrándose corrieron al monte cercano. Alcanzaron los primeros árboles, y escondiéndose entre los troncos, regresaron por un instante sus miradas hacia el Sargento.

Y vieron como ese León ecuatoriano, se batía por unos minutos, dando bayonetazos con ferocidad y matando hasta caer cernido a tiros por los salteadores peruanos.

Prefirió dejar su cadáver en la frontera, antes que ver el suelo de su Patria hollado por las botas del totalitario americano.

Puesto ecuatoriano de Chacras el 23 de julio (Apuntes sobre una Campaña de Eloy Ureta)

Pero sigamos la ruta con los voluntarios. Cumplido su deber después de haber quemado el último cartucho, estos muchachos tornaron diferentes direcciones ocultándose por los árboles y por los chaparrales de la montaña. Jaramillo y otro compañero guiados por un bondadoso montuvio, caminaron por una trocha durante toda una tarde y la noche siguiente, cruzando pantanos y lugares infectados por mosquitos. zancudos y hormigas y sinnúmero de bichos dañinos.

La mañana les cogió en las cercanías de Puerto Bolívar, donde notaron que tres aviones les perseguían tratando de impedir su retirada. Jaramillo y sus compañeros entonces se metieron rápidamente en un charco y se hundieron hasta quedar afuera solo la cabeza, ocultándola con ramas para evitar ser divisados por los aviones. Pasado el peligro continuaron su camino. Encontraron una casa de un labriego donde les dieron albergue para secar sus ropas y comer cualquiera cosa. 

Descansaron hasta el medio día, dirigiéndose después a Puerto Bolívar.

La población estaba abandonada. Las puertas de las casas cerradas. No había un habitante ni la menor señal de vida. No se notaba más que un ambiente de tragedia y de soledad, como si todos los pobladores hubieran dejado de existir. Jaramillo y su compañero se sentaron sobre un tronco dejado en una calle. 

Con las manos sosteniendo las mejillas, contemplaron con tristeza todo ese cuadro desolado y hasta lúgubre, y quedaron como aletargados por un sentimiento insatisfecho de venganza.
De repente el ruido de motores anunció que otra vez estaban sobre sus cabezas los aviones peruanos. Inmediatamente se ocultaron en unos bejucales y se pusieron a observar lo que sucedía. Los aviones dieron repetidas vueltas sobre Puerto Bolívar y descendieron ametrallando las casas desiertas o tal vez a un supuesto enemigo.

Seguros entonces de que no había nadie, de un trimotor saltaron tres paracaidistas. Los dos cayeron lejos y el tercero en la plaza. Claramente se le vió cómo descendió cari asustado y cargado una ametralladora. Se deshizo de las cuerdas del paracaídas, se paró con presteza y miró por todas partes. Sorpresivamente oyó un ruido en alguna de las casas. Luego algo corno un grito guerrero y no se aguantó más. Corrió desesperado, por una calle, hacia el mar, hasta perderse de vista.

En tanto un perrito olvidado por su amo, raspaba insistentemente la puerta de su casa tratando de abrirla, y lanzaba de vez en cuando lastimeros aullidos. Era el único enemigo que ocasionó el susto del famoso paracaidista usurpador.

Jaramillo y su compañero, cuidadosamente siguieron hasta la Costa, venciendo no pocas dificultades. Escondiéndose a cada momento escudriñaron los alrededores, hasta que vieron un bote a motor que estaba amarrado allí cerca. Observaron unos minutos y cuando iban a emharcarse para huír, un hombre de aspecto nada vulgar les sorprendió.

Soldados ecuatorianos del destacamento de Guabillo. (Pueblo y Soldados de mi Patria, Guillermo Noboa)

¿Son soldados ecuatorianos? - les preguntó con seriedad.
¡ Sí señor, venimos desde Huaquillas, - contestó Jaramillo.
Ah! Bueno, - contestó el hombre cambiando su acritud por un tono afable.
¿Si podría llevarnos señor? - insinuó tímidamente el otro.
Ya lo creo; pero rápido muchachos, porque las tropas peruanas están ya cerca, - continuó el señor.
Jaramillo y su compañero no se hicieron repetir la insinuación y se embarcaron en seguida. El señor prendió el motor ‘y el bote enrumbó al norte.
¿Entraron a Puerto Bolívar? - preguntó el señor cuando estuvieron lejos.
Sí señor, - contestó Jaramillo.
¿Había gente allí? - replicó el caballero.
Ni una alma.
¿Ni tampoco de los peruanos?
Ni de ellos; pero vimos cómo saltaba un paracaidista, - continuó Jaramillo.

Y ambos muchachos relataron la manera cómica cómo el paracaidista peruano huyó con el ruido que metió el perrito que había quedado encerrado en la casa de su amo. El señor rió a toda mandíbula, y añadió:

Si así son éstos. ¡Ah! Qué hubiera estado armada nuestra gente.

Y así entre palabra y palabra, navegaron por varias horas, hasta que llegaron a Guayaquil. El señor les obsequió entonces algunos billetes y abrazándoles cariñosamente, despidió a los muchachos, que luego de entregar en el cuartel sus fusiles y de conseguir pasaportes militares se dirigieron a Quito.

Guarnición ecuatoriana de Chacras, por lo general este siempre era el número de soldados ecuatorianos que hacían resistencia a las oleadas de soldados peruanos, artillería, tanques de guerra y la aviación.

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  • Guillermo Noboa participó como soldado voluntario durante la invasión peruana de 1941, posteriormente se dedicó al periodismo y a escribir los relatos de los soldados durante la campaña.

11 de Septiembre de 1941: Emboscada de Cune

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